¿Qué podría ser peor?: la democracia “post dictadura” en las letras del Indio Solari

 


La década del ’70 en la Argentina está marcada, entre otras cosas, por la violencia, tanto la que llevó adelante la Triple A como la que se profundizaría a partir del golpe de 1976 con las prácticas de tortura, desaparición y muerte que se llevaron a cabo de forma sistemática desde el propio Estado y sus aparatos, y que se extendería incluso en los primeros años de la década siguiente. A eso se suma una situación económica que perjudica los intereses nacionales, que endeuda al país, que lleva a muchísimos ciudadanos a la pobreza y que cala tan hondo que sus consecuencias se sienten hasta nuestros días. En 1983 la llegada de Raúl Alfonsín marca el fin del gobierno militar y el comienzo de la democracia.

En la segunda mitad de la década del ’70, también, surge en La Plata una banda que desafía las definiciones aplicables al rock y los itinerarios de toda la escena musical del momento: “Patricio Rey y sus redonditos de ricota”. Con un comienzo under y un crecimiento gradual, y manteniéndose alejados de las presiones del mercado y las discográficas, para el año 1985 editan su primer disco, Gulp!, que marca un antes y un después en la historia discográfica argentina.

La historia y el recorrido de la banda, que coincide con el período que va de un derrumbe social y económico (el de los ’70) a otro (el de 2001), expresa la inevitable conexión entre el arte y la historia. Con un primer disco que se abre paso poco después de que se abriera paso la democracia, ¿qué tiene para decir esta banda sobre el contexto histórico, político, económico y social en el que está inmersa? Pues mucho.

 

La salida de la dictadura

Los primeros años post dictadura representaron en muchos aspectos una apertura. Sin embargo, las consecuencias que dejaron esos años de terror en la Argentina no se iban a borrar tan fácilmente. El quiebre social era profundo: faltaban los que habían muerto en manos de las fuerzas del Estado, faltaban los desaparecidos, los hijos y los nietos; había una generación marcada por la tortura y el horror en el cuerpo; había una sociedad a la cual se le había inculcado el silencio (mediante la censura o como resguardo para no recibir una reprimenda) y en la cual se había intentado inocular la disciplinación de los cuerpos y se había roto la experiencia de lo colectivo.

En este contexto el rock nacional comienza a encontrar un espacio en el cual crecer, ampliarse, expandirse. Las propuestas que la música le ofrecía a los jóvenes, tal vez el sector más diezmado en la medida en la que se había trabajado para sofocar su espíritu revolucionario, era variada. Algunas bandas capitalizaron la experiencia de los años anteriores y la trasladaron a su música. Otras propusieron un espacio de escape a una realidad que seguía siendo trágica. Los redondos, para entonces, ya se caracterizaban por una singularidad que los corría de todas las categorizaciones posibles. Desde sus primeros años de gestión absolutamente independiente, la construcción de un vínculo único con sus seguidores, que seguiría creciendo, pero fundamentalmente –y en línea con lo anterior, porque se trata de un conjunto de elementos entrelazados que conforman la mítica alrededor suyo- desde la propuesta artística de cada uno de sus discos y desde la combinación y el diálogo entre una música que convocaba y unas letras que decían mucho.

Incluso en esos primeros años posteriores a la dictadura Los redondos tenían una lectura de la realidad que los diferenciaba de los discursos hegemónicos. Frente a la celebración de la democracia y la clausura discursiva de la dictadura se animan a uno de los actos más revolucionarios: convocar en los cuerpos la resistencia. Tal como lo dice Figueras en “Chanchitos y elegantes”, frente a los cuerpos muertos, torturados, desaparecidos, Los redondos intentan recuperar los cuerpos que todavía eran recuperables para la vida, los cuerpos propios, porque entienden que sin cuerpo no hay discurso posible pero además porque reconocen que en esos cuerpos jóvenes radicaba la mayor amenaza al poder de la dictadura. La búsqueda del placer, siempre expansiva, se levantaba contra un régimen esencialmente carcelario y absolutamente represor. Se trataba, entonces, de devolverle a esos jóvenes su capacidad revolucionaria, su elemento de resistencia, pero además la noción de vitalidad frente a la muerte impuesta.

Conocían la clave para resistir al horror de la dictadura. Sabían que parte del horror que habían sembrado iba a persistir en el destrozo del  ánimo. Hablamos de una juventud a la cual se la había intentado disciplinar para quitarle su potencial revolucionario. Se había trabajado no solo para castigar y eliminar a quienes tenían ese espíritu revolucionario sino también para borrar la fuerza de la participación política en el resto. Por eso no solo le brindaron a su público una experiencia de goce, de encuentro con otros, de roce de cuerpos, de sublimación del deseo, que les recordara que estaban vivos, sino también un contenido que lejos de la despolitización y el goce vacío venía a decir que todavía había mucho para cuestionarle a esa sociedad.

 

Si esta cárcel sigue así…

La denuncia es clara y tal vez por eso mismo tiene tanta fuerza: la democracia no fue el punto final de la dictadura. Esta democracia celebrada como fin absoluto de las prácticas del horror no logró terminar con muchas de las cosas que esa dictadura había instalado.

¿Qué libertad se había abierto a partir de 1983? Una mucho menos libre que la que podía presumirse. En parte esto se debía a la permanencia de muchos de los temores y hábitos con los que la dictadura había marcado a los ciudadanos. Ese espíritu al que Los Redondos deseaban despertar con sus sonidos convocantes al movimiento y que luego seguirían potenciando con los rituales de cada recital, con el pogo que invitaba a desatarse, a experienciar lo colectivo, a rozar los cuerpos unos con otros.

Había una libertad ficticia, una apertura que recaía únicamente en imágenes vacías de sentido político. Las masas estaban imbecilizadas por la divina TV führer que invitaba a consumir contenidos poco profundos pero que era también la que construía discursivamente la idea de fin de las represiones y libertad absoluta mientras la realidad para muchos era muy diferente.

Esa farsa actual que denuncian tiene sus responsables en los medios de comunicación hegemónicos pero también en las múltiples partes que componen al gobierno y a las instituciones estatales. No solo la libertad no es tal sino que la realidad de muchos no cambió. Los sectores excluidos, empobrecidos, invisibilizados, no habían visto mejoras en su vida cotidiana. El futuro ya llegó sentencian como parte de su disco de 1988, “Un baión para el ojo idiota”. El futuro llegó pero no es mejor que el pasado. No llegó como sueño sino como pesadilla. La pobreza no pudo contenerse y causó estragos en gran parte de la población, para quienes ese futuro es igual de terrible que el pasado y el presente.

Pero el padecimiento no era solo por el resultado de las malas decisiones económicas. Parte de esa farsa tenía que ver con la continuidad en democracia de los mismos agentes que habían operado en la dictadura. Seguía haciendo negocios el FMI, seguía tomando decisiones y beneficiándose la misma oligarquía local, continuaban operando los mismos medios de comunicación hegemónicos, con su efecto estupidizador y despolitizador. Pero tal vez la crítica más emblemática para la banda se vincula con la continuidad de las mismas Fuerzas de Seguridad, el mismo aparato represor, con prácticas que no habían cambiado en democracia.

El vínculo entre Los redondos y la policía merece sin dudas un análisis aparte ya que el repudio hacia el accionar de esta se convirtió en una de las características más destacadas tanto de la banda como de sus seguidores. La denuncia de las prácticas de tortura y de los abusos policiales sobre todo sobre los jóvenes, y aún más sobre aquellos de los sectores populares, ponía luz sobre algo que se había querido tapar: tanto en dictadura como en democracia hay prácticas inhumanas y repudiables avaladas por el aparato estatal y dentro de sus mismas instituciones. Cómo no sentirme así/ si ese perro sigue allí, dirán, ante la certeza de que gran parte del horror aún no se terminó.

Frente a esto, la escena nacional mostraba rockeros bonitos, educaditos y una posición muy Shangai. Teniendo las herramientas del arte y pudiendo usarlas para dar otro mensaje elegían, por la razón que fuera, alimentar esas posturas y esas lecturas de la realidad. Mientras, Los Redondos combinaban en su arte la necesidad de recuperar el cuerpo y la fe en algo y la angustia de la conciencia permanente de lo ya vivido, de lo que aún se vivía y de lo que vendría más adelante si eso no cambiaba.

El teatro antidisturbios era efectivo. El esfuerzo despolitizador que empezó la dictadura de 1976 continuaba, por otros medios, con la democracia. La propuesta de Los Redondos frente a eso está tanto en su idea artística como en el contenido de denuncia de sus letras. A la experiencia desindividualizante, al llamado a los cuerpos a recordar que están vivos, se suman las consignas que visibilizan otras realidades que estaban ocultas para la opinión pública y la propuesta de salir de ese cerco informativo y consumir algo distinto. ¿Dónde están esas lecturas de la realidad que faltan en los grandes medios? En la gente común, en los barrios, escritas en las paredes.

Me voy corriendo a ver que escribe en mi pared la tribu de mi calle, sentencian, y establecen así otro tipo de comunicación posible y otro espacio de legitimidad de la verdad. Y en este sentido Los Redondos tienen un gran mérito, que puede en parte explicar su éxito a lo largo de los años pero sobre todo la fidelidad de un público que ve en ellos mucho más que a una banda musical. La banda decidió hablarle a un público al que nadie miraba, no solo desde el rock sino desde muchísimos otros espacios de la sociedad y del Estado; les habló a los jóvenes que no encontraban en otros lugares una idea viable del futuro pero que tampoco veían reflejada una idea verosímil del presente. Nombraron aquello que nadie nombraba al mismo tiempo que les mostraron que algo diferente era posible.

 

Vencedores vencidos

El impacto de Los Redondos es inmenso. No solo lo es por lo que representaron y representan aún hoy en el imaginario de varias generaciones y en el mundo de la música nacional. Su fuerza reside en gran parte porque frente al mismo escenario hicieron algo completamente diferente. Apostaron a un público marginado de otros discursos y les hablaron sin subestimarlos. Les permitieron encontrar en sus letras un espejo donde mirarse y mirar a la Argentina pero también una experiencia desde la cual recuperar algo de lo que se les había quitado.

Mostrar esto, sin embargo, tiene un impacto muy grande. La masividad que consiguieron poco a poco no podría haber sido compatible con los modos de difusión y los recorridos que siguieron otras bandas. El golpe que representaba en su momento, frente al clima de festejo democrático, de apertura y de goce desprovisto de compromiso político, denunciar aquello que no se decía, y el que siguió representando mostrar a cada paso cómo las instituciones estatales y los medios pueden estar completamente viciados, no era compatible con las políticas del mercado. Decir de un modo tan contundente que no somos más que Vencedores vencidos, que hemos puesto fin a una dictadura sangrienta pero que no le hemos ganado al horror y a la represión, que no les hemos ganado a quienes se beneficiaron en esos años oscuros porque siguen ahí en sus lugares de siempre, tiene sus consecuencias. Hablarle a un público que había quedado marginado, denunciar lo que para ellos era cotidiano pero para muchos ajeno, afortunadamente, también las tiene, y el éxito de Los Redondos se mide no solo en la cantidad de discos editados y la cantidad de shows que realizaron durante toda su existencia sino en el impacto profundo que dejaron no solo en el rock nacional sino en toda nuestra cultura.