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La figura del trapero en los artículos de costumbres de Larra y en La busca, de Pío Baroja

Larra se ha destacado por plasmar en sus artículos los nuevos tipos sociales de la ciudad moderna. Pío Baroja, en La busca, realiza una descripción de personajes que también se vinculan con la ciudad, pero desde otro lugar: el de la periferia. Se trata de sujetos que viven de la ciudad, que la necesitan, pero que son expulsados de ella y deben conformarse con los restos de lo que esta ciudad genera. Entre los personajes de ambos, a pesar de los diferentes procedimientos constitutivos, los estilos y los diferentes roles que cumplen estos personajes, hay mucho en común. Para analizar esto, en los párrafos que siguen compararemos la figura del trapero en La busca, de Pío Baroja, y la de la trapera que describe Larra en “Modos de vivir que no dan de vivir”.
El trapero es el último jefe con el que vemos a Manuel. Frente al resto de los personajes, la valoración que se hace de él es notoriamente positiva. En primer lugar, se destacan sus valores. Desde el comienzo se dice que era una buena persona. Está caracterizado como alguien ordenado y pulcro:

“En el camino, el señor Custodio no veía nada sin examinar al pasar lo que fuera, y recogerlo si valía la pena; las hojas de verdura iban a los serones; el trapo, el papel y los huesos, a los sacos; el cok medio quemado y el carbón, a un cubo, y el estiércol, al fondo del carro”[1]

Además, se destaca su inteligencia para lo que respecta a su trabajo:

“Entre unas cosas y otras, el señor Custodio sacaba para vivir con cierta holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado, y como el vender su género no le apremiaba, solía esperar las ocasiones más convenientes para hacerlo con alguna ventaja”[2]

Se menciona su deseo de instruirse, y el hecho de que, a pesar de no saber leer ni escribir, hubiera ideado un sistema para registrar, a partir de sus garabatos.
Se le atribuye la virtud del honor:

“Manuel, que solía hablar mucho con el señor Custodio, pudo notar pronto que el trapero era, aunque comprendiendo lo ínfimo de su condición, de orgullo extraordinario, y que tenía acerca del honor y de la virtud las ideas de un señor noble de la Edad Media”[3]

Pero la que tal vez sea la virtud que más llame la atención, por el efecto que producirá en Manuel, es el valor que le atribuye del trabajo. Desde el comienzo, en el primer intercambio entre Manuel y el trapero, éste le aconseja trabajar, y le ofrece él mismo un empleo. De esta manera, Manuel ingresa al mundo del trabajo y, de este modo, comienza a considerarlo de otra manera. Esto se relaciona, principalmente, con la idea de progreso: la casa del trapero –nos dice su primera descripción- era la mayor de todas las que había ahí. Pero no debió serlo siempre; por el contrario, esa casa evidenciaba el crecimiento:

“Como el caparazón de una tortuga aumenta a medida del desarrollo del animal, así la casucha del trapero debió ir agrandándose poco a poco”[4]

Es entonces cuando vemos asociada la noción de progreso a la de trabajo. Manuel puede ver en el trapero una figura con cierto crecimiento, dentro de límites sumamente acotados, pero que ha conseguido determinado progreso, y que, además, se asocia a valores positivos. Trabajando para él será que comenzará a conocer esa vida y a desear algo así para él.

“Toda aquella tierra negra daba a Manuel una impresión de fealdad, pero al mismo tiempo de algo tranquilizador, abrigado; le parecía un medio propio para él”[5]

Manuel se siente cómodo en el ambiente en el que está. Ese lugar, repleto de los desperdicios provenientes de Madrid, contiene algo que le brinda la sensación de un lugar agradable.

“Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado Tío Vivo, su caballete de columpio y su suelo, lleno de sorpresas, pues lo mismo brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherote tosco y ordinario, que el elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de amor”[6]

En ese lugar conviven los opuestos. Allí se reúne lo que de otro modo no se hubiera juntado.

“Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí de la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto de la tierra”[7]

El suburbio estaba construido con los desechos de la capital, con lo que allí sobraba, con lo que no tenía uso. El trapero, tal vez cómo otros personajes, sustentaba su vida en las sobras de Madrid, en lo que la ciudad expulsaba. Allí, sin embargo, esa basura cobraba otro significado. Adquiría un valor nuevo. La tarea asignada al trapero era la del reciclaje, la del aprovechamiento:

“Otra de las ideas fijas del trapero era la de regenerar los materiales usados. Creía que se debía de poder sacar la cal y la arena de los cascotes de mortero, el yeso vivo del ya viejo y apagado, y suponía que esta regeneración daría una gran cantidad de dinero (…) Los desperdicios de pan, hojas de verdura, restos de frutas, se reservaban para la comida de los cerdos y gallinas, y lo que no servía para nada se echaba al pudridero y, convertido en fiemo, se vendía en las huertas próximas al río”[8]

En el suburbio queda eliminada la idea de sobra. No hay desperdicio en el uso. Todo sirve para ser algo más, casi hasta un punto extremo. Reutilizar lo que otro desecho es la base de la economía de este sitio. Reutilizar es, en realidad, el único modo de usar.
La trapera que describe Larra se caracteriza por ser un personaje solitario y suspicaz:

“Registra en los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella”[9]

Podemos ver como, desde el comienzo, se hace una valoración positiva de este personaje, y se lo asocia a virtudes a pesar de su clase. Se la asocia, además, a su herramienta, a ese gancho que aparece casi como una parte vital de su cuerpo. En la misma constitución de la trapera está su oficio; es solo en relación con él.
Se nos dice, además, que “la trapera no es nunca joven: nace vieja”[10]. El oficio de trapera parece ser la culminación de un recorrido. Y así se expresa cuando se cita el caso de la muchacha que pasó por varios oficios y finalmente encontró allí su modo de subsistencia.
El desarrollo de este oficio está representado a partir de una caída. Y es aquí donde podemos establecer el primer punto de contacto entre esta figura y la del trapero antes analizado. En este caso, se trata de una distancia en la representación de uno y otro: mientras la trapera de Larra se consolida como tal a partir de una caída, a partir de un descenso, el trapero de La busca está asociado a la idea de ascenso, de crecimiento. Manuel destaca esto cuando ve la casa y reconstruye de qué modo pudo ir ampliándose. La trapera, por el contrario, ha estado arriba y ha caído, para terminar en ese oficio que no da de vivir.

“Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente”[11]

Ser trapera es una marca negativa. Es una de las cosas que debe lamentar, una de las penas que debe ahogar en alcohol. Frente a esto, para el trapero de La busca su oficio no tiene nada de lamentable, y para la mirada de Manuel y del narrador está caracterizado por valores positivos y deseables.
Algo que acerca a ambas figuras, sin embargo, es la referencia a estos personajes como punto de unión entre elementos disímiles. Manuel admiraba que en la casa del trapero se uniera el mundo del lujo y el de la miseria. Larra, por su parte, caracteriza a la trapera y a su carro como los lugares donde confluyen los más diversos materiales, donde se borran las barreras y las jerarquías:

“En ella vienen a nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro, Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda (…) El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto (…) todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera”[12]

Ambos personajes funcionan como condensadores de esta ilusión de igualdad. Conectan, además, dos mundos: el del lujo, en forma de desechos, y el de la miseria; el de la ciudad y el de los suburbios. Pero hay, además, otra conexión. Leemos en el artículo de Larra:

“Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más”[13]

La trapera se asocia a la letra, a la imprenta. Ya se había referido anteriormente que “la trapera, con otra educación, sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia”. Las tareas del periodista o del traductor tienen un punto de contacto con la de la trapera por poseer una habilidad en común. En el caso del trapero de La busca podemos encontrar una asociación similar. Como ya hemos mencionado, se lo asocia al reciclaje, que no es otra cosa que convertir en algo nuevo lo que ya está usado. Hay un atributo creador asociado a esta figura, cuyo trabajo consta en convertir unas cosas en otras. Pero no solo es un atributo creador sino también creativo: el trapero ha ideado una manera de convertir los restos en una cosa, y sus restos en otra, y así hasta el final.
Respecto del estilo, debemos señalar que Larra hace de su personaje un retrato costumbrista. Lo hace ingresar a su texto en tanto sujeto típico. Además, la caracterización está atravesada, como la del resto de sus personajes, por la sátira y la crítica. En el caso de Baroja, su personaje también tiene algo de tipo. Sin embargo, su descripción no se queda en la pintura del personaje, en su mera descripción, sino que se profundiza más en él. El trapero de Baroja tiene una dimensión de mayor profundidad que la trapera de Larra.
De este modo, a partir del contraste entre ambos personajes, podemos encontrar zonas de contacto y distancias en la composición. Así, podemos observar cómo la misma figura, tomada por dos autores diferentes en distintos momentos, mantiene una serie de rasgos y, al mismo tiempo, marca una distancia.

Bibliografía
Baroja, Pío. La busca. Alianza Editorial, 2008.
Escobar, José. “Costumbrismo entre romanticismo y realismo”. En: www.cervantesvirtual.com
Goytisolo, Juan. “La actualidad de Larra”, en El furgón de cola, Barcelona, Seix Barral, 1982.
Larra, Mariano José de. Artículos reunidos en www.cervantesvirtual.com


[1] Baroja, Pío. La busca. Alianza Editorial, 2008.
[2] Baroja, Pío. Op. Cit.
[3] Baroja, Pío. Op. Cit.
[4] Baroja, Pío. Op. Cit.
[5] Baroja, Pío. Op. Cit.
[6] Baroja, Pío. Op. Cit.
[7] Baroja, Pío. Op. Cit.
[8] Baroja, Pío. Op. Cit.
[9] Larra, Mariano José de. “Modos de vivir que no dan de vivir”, en www.cervantesvirtual.com
[10] Larra, Mariano José de. Op. Cit.
[11] Larra, Mariano José de. Op. Cit.
[12] Larra, Mariano José de. Op. Cit.
[13] Larra, Mariano José de. Op. Cit.

Inocencia y crimen en Los santos inocentes, de Miguel Delibes

Introducción
En los párrafos siguientes analizaremos cómo opera la idea de “inocencia” en el Los santos inocentes[1], de Miguel Delibes, principalmente en relación a la escena del asesinato del señorito Iván en manos con la que se cierra el relato.

El concepto de “Inocencia”
El concepto “inocencia” está presente de modo significativo en el texto. No solo forma parte del título sino que aparece, con distintas acepciones, a lo largo del relato. Un análisis de los campos semánticos con los que se relaciona esta palabra en cada una de estas acepciones nos permite comenzar a construir el análisis en relación a la escena que da cierre al texto: la muerte del señorito Iván en manos de Azarías.
La primera acepción a la que se hace referencia está en el título. Esta nos remite a la matanza de los Santos Inocentes, el asesinato de todos los niños menores de dos años en Belén ordenada por el rey Herodes para deshacerse de Jesús, referida en el Nuevo Testamento. El concepto de inocencia al que nos remite está asociado al universo semántico bíblico y particularmente al concepto cristiano acerca de la niñez. Estos niños son inocentes porque no solo se les ha quitado la vida sin que hayan cometido culpa sino porque no han cometido ningún pecado.
La soberbia, que es el pecado que se le adjudica a Herodes, nos permite plantearnos dos cuestiones. Por un lado, debemos considerar que no retrata únicamente de uno de los siete pecados capitales, sino que es además el pecado que permite todos los posteriores. La soberbia, que en términos cristianos se asocia a la negación de Dios como ser superior, es la que lleva a la expulsión del Paraíso a partir de la desobediencia y el desconocimiento de la autoridad. Es, de alguna manera, el origen de los padecimientos de los hombres. Por otro lado, el pecado de Soberbia tiene como contracara la virtud de la Humildad. Frente al pecado de Herodes aparece, entonces, la idea de humildad. Los inocentes serán, además, los humildes.
Esto nos permite plantearnos, además, otra cuestión: la idea de autoridad. La soberbia es el desconocimiento de la autoridad de Dios, autoridad indiscutible y, en cierto aspecto, natural. Quien ejerce este pecado desconoce una jerarquía y una autoridad dada de forma anticipada. Sin embargo, quien estará asociado por sus actos a la soberbia será Iván, quien habla de jerarquía natural para justificar sus abusos sobre aquellos que pertenecen a una clase social más baja. Quedará pensar aquí cuál es la jerarquía natural que propone el texto, que Iván desconoce.
La idea de inocencia, fuera del marco conceptual bíblico, nos remite en el texto a otro significado, que podemos asociar a la falta de conciencia respecto de las acciones. Quienes son nombrados como santos inocentes en el texto son, en boca de Paco y de la Régula, Azarías y la Niña Chica. En ambos casos, estos sujetos no controlan sus acciones o las consecuencias de las mismas. El texto nos dice que la Niña Chica no controla sus funciones corporales, que no se mueve por sí misma sino que deben llevarla o traerla, y que no controla sus funciones fisiológicas. Azarías sí puede moverse, controla muy poco sus funciones biológicas básicas, pero no puede responder a sus actos por algún tipo de atraso mental, que no se explicita en el texto más allá de sus propias acciones.
Sin embargo, hay una tercera acepción con la cual podemos asociar el concepto de inocencia, vinculada al ámbito legal. La inocencia implica, en este caso, la no culpabilidad respecto de un hecho que se está juzgando. Es a partir de esta acepción donde comienza a entrar en contradicción la asociación de este concepto con la figura de Azarías. El final del texto nos cuenta cómo Azarías ahorca al señorito Iván, y como este hecho, como veremos, no es espontáneo sino que hay una instancia, más o menos elaborada, de planificación. Este acto se nos presenta como un acto consciente, que adquiere una significación. “El crimen”, título que lleva el capítulo final, nos remite de manera directa a esta última acepción del término. Sin embargo, se plantea de manera ambigua: el crimen puede ser la muerte de la graja o la muerte del señorito Iván. La primera de ella, como se verá en el texto, es accidental; la segunda, no. ¿Cuál es el crimen, entonces? Si consideramos que la respuesta es ambos, lo que los diferencia, en términos legales, es el carácter culposo (matizado en el caso de la graja, en el que el señorito Iván dispara sin saber que era el ave de Azarías) o doloso (en el caso de la muerte del señorito). La pregunta será, entonces, de qué modo se relacionan la idea de inocencia asociada a Azarías con el crimen final que él mismo lleva a cabo.

La figura del narrador
Para analizar como se construyen determinados pasajes en Los santos inocentes nos resulta imposible dejar de lado una figura centrar para la composición del relato: la figura del narrador. En él recae el modo de contar la historia que se nos presenta. Pero, además de exponer los hechos ante el lector, el narrador expresa una relación con ellos que resulta relevante para el análisis que estamos realizando. A través de diversos mecanismos, el narrador se coloca a sí mismo y lleva  al lector hacia la visión de algunos de estos personajes.
Como señala Crespo Matellán:

“Esa heterogeneidad característica del discurso del narrador forma parte de las estrategias narrativas que éste utiliza no solo para expresar su actitud hacia el mundo narrado, sino también para suscitar la complicidad del narratario-lector, para orientar su actitud en relación con los personajes, las situaciones y los acontecimientos representados en la novela”[2]

El primer procedimiento que podemos señalar es la inclusión de comentarios explicativos acerca de la conducta de los personajes. Podemos contrastar, al respecto, una referencia casi inicial hacia la costumbre de Azarías de decir que era un año mayor que el señorito (“pero no era por mala voluntad, ni por el gusto de mentir, sino por pura niñez, que el señorito hacía mal en renegarse por eso y llamarle zascandil”) con una referencia a la costumbre de Iván de llamar maricón a quienes iban de cacería con él (“porque, fatalmente, para el señorito Iván, todo el que agarraba una escopeta era un maricón, que la palabra no se le caía de la boca, qué manía”). En ambos ejemplos, no solo se refiere una actitud de los personajes sino que se la valoriza. En el caso de Azarías, el narrador justifica esta costumbre explicando sus razones, y luego expresa su oposición hacia la actitud del señorito en esos casos; incluso, podemos decir que explica la actitud justamente para explicar por qué la reacción de Iván es injustificada. En el caso de la segunda referencia la oposición es directa y se manifiesta principalmente a partir de un modal, “fatalmente”. Este es el espacio a partir del cual el narrador valoriza las acciones más que solo mostrarlas.
Además de estas valorizaciones y explicaciones de los actos de los personajes, otro de los procedimientos por los que el narrador toma se hace presente más allá del nivel de la mera reproducción de hechos es el modo afectivo o compasivo con el que se refiere a los personajes. Así, por ejemplo, nos referirá que “Rogelio, no paraba, el hombre, con el jeep arriba, con el tractor abajo, siempre de acá para allá”, o nos hablará de el Azarías, la Régula, o don Pedro, el Périto. Todas estas marcas asocian al narrador con el modo de hablar de estos mismos personajes, de los criados, de Azarías, Paco y la Régula; toma el modo en el que ellos mismos se nombran entre sí. Pero, además, toma el modo en el que nombran a esos otros personajes, como el señorito Iván. Esto acerca la voz narrativa a la voz de un sector de los personajes, con la que se identifica y con la que invita al lector a identificarse también.
En un nivel más global respecto del modo de contar, podemos encontrar otro procedimiento que sirve a las causas de lo que estamos analizando. Se trata de la selección de los hechos, de qué se cuenta de cada uno de los personajes. De Azarías se nos muestran una serie de abusos sobre su persona, una relación estrecha con la naturaleza, con las aves y con la Niña Chica. De Paco se nos cuenta el valor que le ha dado a su trabajo, el esfuerzo y la resignación respecto de salir adelante (representada, por ejemplo, en la frustración de saber que su hija, en quien depositaba gran parte de sus esperanzas, no estudiará sino que irá a trabajar a la Casa Grande). Los hechos que involucran a estos personajes los marcan con la injusticia y los padecimientos que deben soportar. De Iván, por el contrario, se nos refieren otros hechos. Sabemos que le gusta la caza y que la practica regularmente, que se burla de Nieves cuando quiere recibir la Comunión solo por ser pobre, que puede exigirle a Paco que continúe en sus funciones a pesar de que su salud no se lo permite y que cree que comprar con dinero a todo aquel que pertenezca a una clase inferior, como Quirce. Mientras desde el comienzo se nos refiere la relación estrecha y afectuosa de Azarías con su milana, y luego con la graja, del señorito Iván sabemos que manda a cegar a los palomos con una navaja, que la actividad en relación a la que se lo describe mayormente es la casa de aves y que, finalmente, mata a la nueva milana de Azarías, lo que desencadena en la escena final.
A partir de estos procedimientos, el narrador realiza una valoración de los personajes que se transmite en el texto y condiciona el modo de juzgar sus acciones por parte del lector.

La muerte del señorito Iván
El pasaje que resulta central para plantear la problemática que estamos analizando (a saber, el modo en que entran en contradicción la idea de inocencia y el accionar de Azarías) es el que comienza con la muerte de la graja y finaliza con la del señorito Iván. El título del capítulo, como adelantamos en el primer apartado, nos remite al campo de significado jurídico. No se nos relata un crimen sino, en efecto, dos: el de la graja, que cae luego del disparo del señorito Iván, y el de éste, que muere ahorcado por Azarías.
Dentro del campo jurídico el crimen se corresponde con un castigo, a partir de la culpabilidad del sujeto que actúe como ejecutor. Esta idea de culpabilidad entra en contradicción con la noción de inocencia. Sin embargo, el crimen se nos presenta como el final esperable, e incluso el texto mismo se construye como una justificación de esa acción final. ¿Cómo ocurre esto? ¿De qué modo el texto se sostiene pesa a esta contradicción? (La hace funcionar al interior)
Ya pudimos analizar de qué modo el narrador se convierte en una herramienta central para generar una mirada positiva sobre Azarías y su mundo, frente a la mirada negativa sobre Iván y sus acciones. Esto funciona a lo largo de todo el texto. Sin embargo, en la escena final, el modo en el que esta se construye favorece esta mirada de manera significativa. Veremos de qué modo ocurre esto.
La escena final, según las consideraciones planteadas al comienzo del apartado, se inicia con la muerte del ave que Azarías había curado, con la que había generado un vínculo estrecho. La cacería no había sido buena y el narrador nos muestra a un Iván alterado, desesperado por darle a alguna presa. Sin embargo, no se nos transmite en ningún momento que sus intenciones hayan sido cazar a esa ave en particular. De alguna manera, hay una ambigüedad frente a este hecho, que podría catalogarse como un  accidente, en la medida en la que la gravedad del hecho reside en haber matado a esa graja y no a otra, y el disparo estaba planeado pero no se dirigía a ella en particular. Sin embargo, cuando el ave cae muerta y Azarías la toma en sus manos, la reacción del señorito es la que aparece valorada negativamente: el señorito ríe, lo llama imbécil a Azarías y, como respuesta a lo ocurrido, solo puede intentar calmarlo prometiéndole que iba a regalarle otra, ignorando el vínculo que los unía, aspecto que el texto se ocupa de destacar en forma constante.
Este hecho es el que se plantea como desencadenante de la muerte del señorito Iván. Luego de llorar por la muerte de la graja, Azarías vuelve a acompañar al señorito a cazar. El narrador nos da una clave: gracias a sus palabras, sabemos que “parecía otro, más entero, que ni moqueaba ni nada” y, a continuación, que “cargó la jaula con los palomos ciegos, el hacha y el balancín y una soga doble grueso de la de la mañana en la trasera del Land Rover, tranquilo, como si nada hubiera ocurrido”. Esta referencia nos permite dos consideraciones si la vinculamos con las escenas anteriores: la primera, que esa calma es por lo menos extraña, teniendo en cuenta la reacción inmediatamente anterior; la segunda, tal vez el motivo de esa tranquilidad aparente, que el asesinato del señorito ya ha sido planeado. Esto último se explica a partir de la inclusión de la soga que, sabemos por escenas anteriores, Azarías no necesita para trepar a los árboles.
El modo en el que aparece el ahorcamiento de Iván, sin embargo, aparece como el desenlace necesario de todo lo que se narra antes. Podemos arriesgarnos a afirmar, entonces, que la muerte de la graja no es lo que genera esta reacción más que en apariencia. La muerte de la graja es la muerte del búho que se nos refiere al comienzo, y es también la humillación hacia Nieves, la traición hacia don Pedro y la ingratitud para con Paco. Solo podemos entender esta muerte fuera de una visión condenadora si la explicamos con el resto del relato. Azarías, entonces, no es solo un imbécil, en palabras del señorito, que no sabe lo que hace, pues de ese modo el final tendría menos fuerza y no estaría tan estrechamente vinculado con el resto del relato; Azarías es, por el contrario, quien cierra un relato marcado por la injusticia, encarnada esta en la figura de Iván.
El final tiene efectividad en la medida que se enlaza con todos los hechos anteriormente relatados. El modo en que se nos describe al señorito colgando del árbol funciona como imagen espejada respecto de las injusticias que generó en vida. Su muerte duplica e invierte esos padecimientos.
El primer elemento para destacar es que el señorito cae en su propia muerte a partir del cumplimiento de un pedido de Azarías. Este, desde arriba del árbol, le solicita que le alcance la jaula de los palomos, y es entonces, cuando se la extiende, cuando rodea su cuello con la soga. Su muerte, desde el comienzo, es una inversión de su vida.
La imagen que el narrador nos describe nos permite ampliar esta idea. La escena condensa esta imagen invertida de todo lo que se relató anteriormente.

“Todavía el señorito Iván, o las piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta y su cuerpo penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en lo alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmayados a lo largo del cuerpo”

Las piernas de Iván cuelgan y se sacuden. Sufre convulsiones, espasmos. Los que realiza son movimientos involuntarios, que no controla. Esta referencia parece remitirnos a las piernas de Paco, el Bajo, lastimadas por el trabajo que realizaba para él, y a la insistencia del señorito en que continuara caminando, pese a las indicaciones del médico que lo había revisado. También nos remiten a las piernas débiles de la Niña Chica, que “se doblaban como las de una muñeca de trapo, como si estuvieran deshuesadas”. Ya no son las piernas fuertes con las que humilló a Nieves pidiéndole que le quitara las botas, ni con las que caminó de forma arrogante hacia don Pedro cuando este le preguntó por su mujer. Ahora sus piernas, y todo su cuerpo, pendulaban en el aire guiadas por el viento.
La referencia a la barbilla también nos permite rastrear esta inversión en la imagen final, a partir de dos ocasiones en las que fue utilizada como parte de las injusticias y humillaciones del señorito Iván. El señorito señaló con ella a Paco cuando presumió sus habilidades delante de sus amigos, como si presentara ante ellos a un animal amaestrado por él. Volvió a hacerlo, después, cuando Paco, con su pierna herida, yacía en el suelo pidiendo una ayuda que el señorito tardó en brindarle, y que solo lo hizo a partir del llamado a sus hijos para que lo levantaran. Esa barbilla, que antes sirvió para señalar airosamente, se nos describa aquí caída sobre el pecho, en una inversión del movimiento que pasó de elevarse como gesto de señalamiento a caer.
Los brazos desmayados nos remiten a la escena en la que Pedro, luego de ser traicionado por el señorito y su mujer, tiene los brazos caídos a lo largo del cuerpo, en un gesto de pesadumbre. Además, son los brazos que supieron cazar cantidad de aves, con una precisión y habilidad que el narrador nos refiere como destacables. En la escena final, esos brazos caen al costado del cuerpo, inertes.
Los ojos de Iván, desorbitados, tienen correlato directo con la escena de la muerte de la graja, en la que el narrador nos dice que “ya corría el Azarías ladera abajo, los ojos desorbitados, regateando entre las jaras y la montera”. Esta es, tal vez, la inversión más directa en la medida en la que la muerte de la graja actúa no como motivo pero sí como disparador de la escena final.
A partir de estos elementos, la muerte del señorito Iván se vincula con todas las faltas cometidas anteriormente por él. De este modo es que, como anticipamos, este final se erige como el cierre necesario de los hechos relatados anteriormente. En palabras de Jennifer Lowe:

“Reflejando en la presentación de la muerte de Iván los ademanes o la apariencia de los que han sufrido a manos suyas, el narrador realza el aspecto justificable del asesinato del señorito”[3]

Es así que esta escena final favorece la convivencia en el texto de esos dos elementos conflictivos que planteamos desde un comienzo: la idea de inocencia frente al crimen que comete Azarías. La manera en la que ambos pueden convivir es incluir la idea de justicia, y convertir así a Azarías en un justiciero, en un vengador de los que, como él, han sido humillados.

 “En un mundo lógico, no cabría la muerte de un hombre, por la de un modesto pájaro. Esto lo creemos todos, pero, sin embargo, todos creemos que esa muerte no es punible: Azarías es ‘inocente’ e Iván es cruel”[4]

Esto que plantea Dámaso Alonso es el producto de la contradicción que intentamos analizar. Deberíamos agregar a estas palabras que esto es así, al menos como ha indicado hasta ahora nuestro análisis, porque se ponen en juego diversos procedimientos que acercan al lector a la mirada que tiene Azarías sobre el mundo. El modo en el que se presentan los hechos ante el lector coloca a esta muerte como el cierre, duplicado e invertido, de todas las injusticias cometidas por el señorito Iván, y, representado en él, por un sector de la sociedad que aparece como opresor. El señorito Iván es, también, el señorito de la Jara; la graja es, también, la milana. Cuando Iván lo llama zascandil repite el modo en el que el señorito de la Jara lo llamaba. De este modo, Azarías no comete un acto de venganza por la muerte de la graja sino, a los ojos del lector, un acto de justicia que consiste en ponerle fin a las humillaciones que el señorito había proferido contra ellos.

Conclusión
A partir del análisis realizado pudimos comprobar de qué modo y a partir de qué elementos el texto se construye a sí mismo como una explicación de esa escena final. El concepto de inocencia que se atribuye en reiteradas ocasiones a Azarías puede convivir con este final en la medida en la que este se construye como una inversión de las humillaciones e injusticias que sufrieron los personajes con los que se identifica la mirada del narrador. Azarías puede ser un inocente y ser culpable de ese crimen al mismo tiempo porque es ese mismo crimen el que invierte las acciones del señorito Iván, su contracara dentro del texto, a quien se asocia con las características opuestas a las que se le atribuyen a él. Inocencia y culpabilidad pueden convivir en Azarías a partir de que el crimen que comete se convierte en un acto de justicia en nombre de una clase de humillados que, finalmente, invierte su situación.

Bibliografía
Alonso, Dámaso. “El mundo novelesco de Miguel Delibes”, Biblioteca Románica Hispánica.
Crespo Matellán, Salvador. “La figura del narrador en ‘Los santos inocentes’, de Miguel Delibes”. Anuario de estudios filológicos, Vol 13, 1990.
Delibes, Miguel. Los Santos Inocentes, Planeta, Barcelona, 1988.
Lowe, Jennifer. “La ironía como recurso narrativo en Los santos inocentes”, Analecta Malacitana, XVIII, 1995


[1] Delibes, Miguel. Los Santos Inocentes, Planeta, Barcelona, 1988. Todas las citas corresponden a esta edición.
[2] Crespo Matellán, Salvador. “La figura del narrador en ‘Los santos inocentes’, de Miguel Delibes”. Anuario de estudios filológicos, Vol 13, 1990.
[3] Lowe, Jennifer. “La ironía como recurso narrativo en Los santos inocentes”, Analecta Malacitana, XVIII, 1995
[4] Alonso, Dámaso. “El mundo novelesco de Miguel Delibes”, Biblioteca Románica Hispánica.

El naturalismo en La Tribuna, de Emilia Pardo Bazán

Se ha considerado a La Tribuna, de Emilia Pardo Bazán, como la primera novela naturalista española[1]. En ella pueden rastrearse algunos de los elementos más destacados del naturalismo propuesto por Émile Zola, sobre los que la autora teorizará en La cuestión palpitante[2], una serie de artículos acerca del autor, luego reunidos en volumen. En los párrafos siguientes analizaremos en que medida esta primera afirmación puede tomarse como cierta y rastrearemos qué tipo de naturalismo construye esta autora.
La composición de La Tribuna denota el uso de una serie de recursos propios de la corriente naturalista. El primer elemento que podemos destacar son las descripciones minuciosas, sumamente detallistas, de los personajes. Estas buscan el retrato exhaustivo hecho desde una mirada presuntamente objetiva. El narrador naturalista debe ser un narrador impasible, imperturbable. Debe sostener cierta distancia respecto de su objeto de análisis. Esta mirada aparece en las descripciones pero, además, aparece en el trabajo que Pardo Bazán realiza para la construcción de la novela. La autora llevó a cabo un trabajo de observación y relevamiento de datos de la fábrica y de sus obreras para construir este relato.
En relación al mismo procedimiento, las descripciones de ciertos personajes están marcadas por el recurso de la animalización, característico del naturalismo. Así, por ejemplo, el personaje de Jacinto es caracterizado a partir de elementos que lo acercan a la figura de un animal o de una bestia. Leemos:

“Jacinto, o Chinto,  tenía facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos pequeños y a flor de cara: en  resumen,  la  fealdad  tosca de un villano feudal. Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los comensales, por sus largas melenas,  semejantes  a  un  ruedo,  que  le  comían  la  frente;  por  su  faja  de  lana,  que  le embastecía  la  ya  no  muy  quebrada  cintura; por  su  andar  torpe  y  desmañado,  análogo  al de un moscardón  cuando  tiene  las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de  las Rías  Saladas,  que  provocaba  la  hilaridad  de aquella  urbana  reunión (…) Así que todos manducaron  a  su  sabor,  echaron  las  sobras revueltas en un plato, como para un perro, y se  las dieron al paisanillo, que se acostó ahíto,  roncando  formidablemente  hasta  el  otro día”[3]

Pero tal vez el máximo punto de conflicto, en este sentido, sea la lectura que puede hacerse en La Tribuna respecto del determinismo del medio y de la herencia. Si, por un lado, Pardo Bazán rechaza esta idea, por otro podemos encontrar que el comportamiento de ciertos personajes está condicionado de esa manera. Amparo es cigarrera, como lo fue su madre. De cierta forma, su destino era la fábrica. Ya en el segundo capítulo, titulado “Padre y madre”, podemos rastrear esta idea; desde el mismo título se nos dice que, para hablar de Amparo, para definirla a ella, se recurrirá a sus padres. Lo mismo se hará en el siguiente capítulo con el “Pueblo de su nacimiento”, título con el que se describe el lugar del que proviene la protagonista, que también nos dirá quién es.
Frente a esta serie de elementos a partir de los cuales podemos caracterizar a La Tribuna como una novela naturalista, tenemos, al mismo tiempo, una serie de desvíos que relativizan la afirmación anterior. Tal vez el primero sea el que se relaciona con el aspecto recién mencionado: el del determinismo. Si bien hay cierto destino que se repite, casi inevitablemente, en la vida de Amparo, no podemos leer un condicionamiento absoluto. Amparo está, si se quiere, destinada a ser una obrera de la fábrica de tabaco, y cumple con ese designio, pero también realiza un desvío. Amparo se convierte en “La Tribuna”, en la representante de la voz de otros. A medida que avanza el relato deja de ser solo una cigarrera. No solo asciende en la estructura de la fábrica sino que realiza una evolución personal.
A lo que se opone Pardo Bazán, podemos decir, es al determinismo materialista de Zola. Como señala Olivia Blanco Corujo[4]:

“Las críticas que se hicieron a La Tribuna en el momento de su publicación estaban centradas en la importancia concedida por la autora al medio ambiente, las circunstancias históricas y, en menor medida, a la herencia biológica, los tres pilares sobre los que se asentaba la doctrina naturalista y que socavaban los cimientos de la sociedad burguesa. Sin embargo, debemos matizar que Emilia Pardo Bazán no aceptaba el determinismo social ni biológico, aunque concedía gran importancia al medio y sobre todo a la educación”

El medio, entonces, actuaría como un condicionante de los sujetos, pero no como determinante. La diferencia está puesta en un matiz: mientras que en el último caso es el medio el que define qué son los sujetos y, por ende, qué pueden llegar a ser, en el primero, el que está presente en La Tribuna, el medio actúa sobre los sujetos, condiciona sus prácticas, pero nunca es definitivo ni inapelable. Amparo es mujer, es obrera y es pobre; esto opera sobre su destino, pero al mismo tiempo se trata de instancias que la protagonista, de un modo u otro, puede superar, sin necesariamente dejar de ser lo que es. Reformulando: Amparo, a pesar de ser mujer, obrera y pobre, no es solo eso, sino que logra ascender en la fábrica, se convierte en líder y adopta la voz de muchos. Y esto, de alguna forma, está dado por el aspecto educativo. Amparo sabe leer, y eso le abre puertas que de otro modo podrían haber estado cerradas para ella.
Se ha destacado que Pardo Bazán rechazó del naturalismo, entre otras cosas, el lenguaje crudo con el que éste describía el mundo. La autora se opuso a la retórica grosera y los temas desagradables. Esto, sin embargo, no la alejaría aún del naturalismo, entendido en ciertos términos. Como señala Clarín en el prólogo a la segunda edición de La cuestión palpitante:

“El naturalismo no es la imitación de lo que repugna a los sentidos (…) El argumento del asco empleado contra el naturalismo no es de buena fe siquiera. El naturalismo no es tampoco la constante repetición de descripciones que tienen por objeto representar ante la fantasía imágenes de cosas feas, viles y miserables”[5]

En el texto de Pardo Bazán confluyen, además de los elementos naturalistas ya mencionados, procedimientos románticos y folletinescos. Respecto al folletín, el texto presenta ciertas marcas propias de este tipo de literatura. La división en capítulos titulados es un primer indicio de esto; a partir de los títulos podemos hacer un recorrido por los nudos temáticos del relato, además de que sugieren la distribución por entregas propia de este género. Además, el elemento folletinesco, en el nivel de la trama, estará dado a partir de la historia de amor de la protagonista, que reproduce el esquema mujer pobre – joven rico. A esto se suma la ingenuidad de Amparo y el plan despiadado por parte de Baltasar para conquistarla, configurando la figura de la heroína y del cruel, respectivamente.
Respecto del registro romántico, podemos observar una construcción metafórica de ciertos pasajes, por ejemplo el que se describe en el capítulo XXVII, en el que Amparo es comparada con el tabaco:

“Amparo,  con  su garganta  tornátil gallardamente puesta  sobre los  redondos hombros,  con  los  tonos de  ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado  con  singular  esmero,  que  estaba diciendo:  «Fumadme»”[6]

No hay objetividad ni registro inmediato de la realidad en este pasaje, sino una construcción metafórica del modo en que Baltasar había visto a Amparo. De este modo logra contar parte de la historia sin recurrir necesariamente a las formas naturalistas.
Como se puede apreciar, Pardo Bazán toma elementos del naturalismo para la construcción de La Tribuna. Sin embargo, nos queda responder a una pregunta: ¿Es La Tribuna un texto exclusivamente naturalista? La respuesta, sin duda, será que no. En el texto confluyen varias corrientes y conviven procedimientos de todas ellas. Es decir que, en este texto, la autora hace uso del naturalismo como un procedimiento. No se trata de la adscripción total a una estética sino de la adaptación de algunas de sus máximas y de algunas de las herramientas brindadas por ella para construir un texto.
El naturalismo de Pardo Bazán es un naturalismo sincrético: surge del cruce con otras estéticas, se matiza, se funde con lo que no es naturalismo. Sherman Eoff, según refiere María del Carmen Porrúa[7], afirma que la autora de La Tribuna se ocupa de crear una “impresión de naturalismo”; esto es, de aplicar recursos y tópicos de esta escuela sin construir necesariamente un texto naturalista en un sentido estricto. De este modo, estaríamos ante un “naturalismo espiritual”, que presenta algunas de las características más sobresalientes de esta corriente pero dotadas de menor intensidad.
Podemos concluir, entonces, que no es posible pensar a La Tribuna únicamente desde el naturalismo en sentido estricto. Confluyen en la obra otras corrientes que dificultan la afirmación desde la que partimos para comprobarla o refutarla. De este modo, podemos pensar que el naturalismo al que adscribió Pardo Bazán no fue el naturalismo zoliano, a pesar de que posea elementos suyos. Fue, por el contrario, una apropiación nueva, diferente, que lo matizó y lo transformó. Si puede considerarse la estética resultante como una versión del naturalismo, o si se elije pensar que no es más naturalista que folletinesco, romántico o realista, merece una discusión aparte. Queda decir que, cualquiera sea la opción que se elija, Pardo Bazán no se dedicó a copiar en esta novela una receta preestablecida sino que construyó, con elementos diferentes en coexistencia, su propio estilo

Bibliografía
Blanco Corujo, Olivia. “La mirada fotográfica de Emilia Pardo Bazán. Notas sobre La Tribuna”. Cristina Segura Graíño (ed.) Feminismo y Misoginia en la literatura española. Madrid, Nancea, 2001.
Pardo Bazán, Emilia. La cuestión palpitante. En: www.cervantesvirtual.com
Pardo Bazán, Emilia. La Tribuna. En: www.cervantesvirtual.com
Porrúa, María del Carmen. “Una lectura feminista de La Tribuna de Pardo Bazán”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, Nº 1, 1989.


[1] Varela Jácome, B. Prólogo a La Tribuna, Cátedra, Madrid, 1999.
[2] Pardo Bazán, Emilia. La cuestión palpitante. En: www.cervantesvirtual.com
[3] Bazán, Emilia. La Tribuna. En: www.cervantesvirtual.com (Todas las citas corresponden a esta edición)
[4] Blanco Corujo, Olivia. “La mirada fotográfica de Emilia Pardo Bazán. Notas sobre La Tribuna”. Cristina Segura Graíño (ed.) Feminismo y Misoginia en la literatura española. Madrid, Nancea, 2001.
[5] Alas ‘Clarín’, Leopoldo. “Prólogo a la segunda edición”, en Pardo Bazán, Emilia. La cuestión palpitante.
[6] Pardo Bazán, Emilia. La Tribuna. En: www.cervantesvirtual.com
[7] Porrúa, María del Carmen. “Una lectura feminista de La Tribuna de Pardo Bazán”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, Nº 1, 1989. La referencia a Eoff corresponde a: Eoff, Sherman. The modern Spanish novel, University Press, New York, 1961.



Realidad y ficción en el relato del Capitán Cautivo


Consideraciones iniciales
Dentro de los relatos intercalados en la trama del Quijote, uno de los que más logró llamar la atención de la crítica fue la historia del capitán cautivo, ya sea por la inclusión de una temática contemporánea, como es la guerra contra los moros, como por la posibilidad de leer en él la reformulación de una serie de datos de la biografía del autor. La inserción de este relato resulta significativa, tanto en el contexto general de la obra como en el contexto particular en el que aparece. En ambos casos, opera en conjunto con una serie de elementos con los que se relaciona para producir significado. Uno de los más llamativos, que aparece tanto en la relación del relato con el contexto más inmediato como con la totalidad de la obra, es aquel que aporta a la disyuntiva entre realidad y ficción que se tematiza a lo largo de todo el Quijote. Este trabajo se propone analizar de qué modo el relato de Rui Pérez de Viedma se introduce en la dicotomía realidad-ficción que atraviesa toda la obra.

El relato del capitán cautivo: contexto de inserción
El capitán irrumpe en escena en el capítulo XXXVII, cuando apenas ha terminado la resolución del conflicto entre los amantes y éstos han decidido seguir con la ficción montada para hacer que don Quijote vuelva a su hogar. Luego de reforzar ante él la historia de la princesa Micomicona aparecen en la venta el capitán y Zoraida, quien rápidamente llama la atención de los presentes. Este ingreso traerá consigo al texto una problemática relacionada con un contexto conocido, cercano tanto para los personajes como para los lectores de la época: el enfrentamiento bélico entre moros y cristianos, con todas las consecuencias que de él se derivan.
La historia ingresa al texto de una manera bastante significativa: en medio de toda una serie de episodios y relatos intercalados donde los niveles de lo ficticio y lo real se mezclan, la historia del cautivo plantea la novedad de una temática rápidamente asociable al exterior del texto, a lo que podríamos colocar en el punto más extremo de la escala de lo real en relación a la obra, pero inserta en el contexto de una confluencia de niveles de ficción. Accedemos a una porción de contemporaneidad histórica[1] directamente presentada en un marco, a distintos niveles, ficcional.
El primer punto a tener en cuenta al respecto es el contexto de la venta en el que el capitán contará su historia. Resulta por lo menos interesante que la inclusión del material más plausible de ser asociado a la realidad[2] se haga en medio de una situación ficcional como la que están atravesando quienes están en la venta: todos, excepto don Quijote, están fingiendo ser algo distinto a lo que son[3]. Éste puede considerarse el primer cruce paradójico entre realidad y ficción, donde lo que ingresa como realidad es puesto en juego con un espacio complejo de irrealidad.
El segundo elemento que altera esta noción de realidad, de una forma mucho más interna, se vincula con la figura del enunciador de este relato: este capitán cautivo, figura que la crítica ha destacado como oximorónica en tanto no se puede ser capitán y cautivo al mismo tiempo, es el portador, en la obra, del discurso de lo real. Y este es tal vez el punto central, en tanto la validez de un discurso, como la misma obra ha mostrado, reside en la competencia de su enunciador para pronunciarlo. Así como el ritual de armazón de caballería es inválido, entre otras cosas, en tanto quien realiza el nombramiento no tiene autoridad para hacerlo, y en tanto los dichos de don Quijote son recibidos como falacias por cuanto llegan como discursos de un loco, así la historia del capitán cautivo nos llega como un relato donde el lugar de quien enuncia está colocado en una figura paradójica y contradictoria. En primer lugar, se trata de un capitán que ha estado cautivo por los moros, con lo cual o bien es capitán, o bien es cautivo, pero no ambos. La conjunción de estas dos facetas es un imposible lógico, ya que siendo cautivo pierde automáticamente su rango de capitán; pero, aún más, son el primer indicio de una identidad compleja, paradójica, marcada sin duda, como veremos, por la experiencia de la cautividad. El capitán contará su historia partiendo de su decisión de ser militar, es decir que se contará a sí mismo como capitán; sin embargo, su relato está atravesado completamente por esa otra faceta, la de cautivo, que parece llegar para resignificar todo lo anterior.
La condición de capitán se nos figura en el texto de manera referida, principalmente a partir de ese comienzo del relato en el que cuenta el origen de esa aventura. Todo lo que nos llega directamente lo vincula, por el contrario, con la condición de cautivo. En primer lugar la ropa que trae (“el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros”, I, p.240)[4]. No se trata de un hombre vestido de militar sino que trae sobre sí las marcas de la cultura musulmana. Si Zoraida, antes de revelar su rostro, ya puede ser caracterizada como mora, Ruiz Pérez, de quien sí puede verse el rostro cristiano, va a ser reconocido como esta figura de pasaje, este personaje que ha cruzado la frontera y ha sufrido la marca de la cultura del otro. Zoraida también será representada como una figura de pasaje, y es significativo, en este sentido, que sea el nombre el elemento que esté jugando estas identidades. Porque Zoraida es completamente mora, ante los ojos de los demás, hasta que se nombra ella misma como María, de lo que se despliega la explicación de su deseo de conversión; y en el caso del capitán, que se presenta como Rui Pérez de Viedma, nombre que lo identifica en su vida como cristiano, va a ser nombrado constantemente por su condición de cautivo[5].
A esto se suma que aquello que trae de la batalla, aquello que puede ofrecer, no es una victoria heroica, no son hechos, sino un relato. Esto, en primer lugar, plantea que el capitán no trae las marcas de una batalla sino el relato de una experiencia. En segundo lugar, no cuenta sus hazañas militares sino su aventura como prisionero en tierra de moros.
Ha llamado la atención de la crítica que Rui Pérez no traiga consigo marcas que den cuenta de sus enfrentamientos militares. Sus marcas no son cicatrices, marcas físicas, sino marcas discursivas: es en ese discurso, en esa vida/autobiografía tan paradójica, que vemos que es más cautivo que capitán, porque el centro está puesto en esa condición. Es Zoraida la que lleva las marcas físicas, y ella misma se constituye como una marca para el capitán. Esto resulta sumamente interesante si lo pensamos en relación con ese binomio que forman, en el que se acercan y se oponen constantemente. Más allá de lo mencionado acerca de la vestimenta, Zoraida lleva su marca en la propia fisionomía mora. Más allá del ropaje y los adornos, más allá de ese cuerpo cubierto, tiene la marca imborrable de lo que es en su propia constitución. Y, a su vez, Zoraida aparece como marca para el capitán, porque es aquello que dará fe, en última instancia, de ese cruce: con ese futuro matrimonio terminará de erigirse como figura intermedia y se alejará finalmente de ese comienzo relatado, a pesar del retorno a la patria y de la intención, en parte, de volver a esos comienzos.
Así como ella se esfuerza en construirse como María, que es lo único que dice, él también hace un esfuerzo discursivo por construir su identidad. Y en relación a esta idea de la identidad como constructo es que vemos una primera alteración de la división tajante entre realidad y ficción, actualizada en este caso como verdad y discurso, porque se opone el concepto de identidad como algo dado con la posibilidad de una identidad construida por el propio sujeto, hecho que pone en tela de juicio todo el discurso, porque si es posible construirse contándose, entonces lo más real, lo que uno es, también puede ser una ficción. Y en este sentido hay una conexión directa con el tercer aspecto a tener en cuenta en relación al modo en el que ingresa esta porción de realidad, porque esta historia que construye la identidad de Rui Pérez, que cuenta España, que se ancla en la historia, es presentada desde el comienzo como un relato vinculado a los modos de la ficción.
Desde antes de comenzar el relato nos encontramos con la primera marca que nos permite asociarlo a la ficción: el relato se enmarca como cuento para entretener, de esos que solían contarse en sobremesas para divertir a los presentes[6]. La situación particular en la que se inserta es tal que permite esta asociación con una función de entretenimiento, que va a desplegarse como inquietud por parte del capitán[7]. Constantemente se exterioriza su preocupación en relación al modo en que los oyentes recibirán su relato. Y es interesante, en este punto, pensar que lo que más parece importarle al capitán no es que le crean, sino que su relato no aburra. Por eso ese planteo inicial, y por eso también la justificación respecto de la supresión de ciertos datos[8], que significativamente son aquellos en los que podría explayarse más dada su condición de militar[9]. Lo que ofrece el capitán es un relato novelado que se centra mucho más en la historia de su experiencia como cautivo y en su vínculo con Zoraida que en sus hazañas militares.
Además, encontramos marcas en la estructura del relato que atentan contra la idea de realidad. Si, inmersos en el relato, aceptamos que se nos están mostrando los hechos, la interrupción de don Fernando nos obliga a volver a la trama de la venta. El juego de volver a este ámbito, interrumpiendo el relato, nos lleva a la obligada consciencia de que lo que se tiene es un relato y no los hechos mismos. No se trata de una realidad a la que podamos acceder sino de un constructo, algo que un narrador crea. Y esto es interesante para pensar en todos los niveles en los cuales está operando esta oposición entre realidad y ficción, porque esta marca nos llega como lectores, pero no ocurre lo mismo con los personajes, mientras que otras operan en el ámbito de la venta y no en el vínculo obra-lector.
Finalmente, y esto resulta sumamente significativo, fundamentalmente si pensamos que Rui Pérez es un cristiano cautivo que quiere reinsertarse en su patria y que debe construir, en consecuencia, un relato de sí mismo que funcione como probanza, el modo en el que construye ese relato, la selección de los hechos narrados y el modo de la narración es por lo menos interesante. Frente a las autobiografías que buscan enaltecer la propia figura construyéndose como una sucesión de hechos ennoblecedores, y también frente a aquellas que, desde la picaresca, cuentan la vida como una sucesión de actos innobles o penurias, el relato de Ruiz Pérez es un relato desplazado. No se va a contar la vida de un hombre glorioso ni la de un pícaro, aunque puedan flotar en esa construcción elementos que nos permiten trazar líneas vinculatorias con ambas[10]; se va a contar la experiencia de un cristiano cautivo por los moros, es decir, un sujeto que cruzó una frontera en una ida y una vuelta en la que trajo consigo una marca: la de la identidad alterada. Ya no es el primogénito de un hombre noble pero empobrecido que opta por la vida militar, sino que ahora es esta figura de frontera, esta figura intermedia que lleva la marca del cruce y del contacto con el otro. Ahora es un sujeto híbrido: un capitán que cae en cautiverio, y que solo puede contar su vida como cautivo; un cristiano que va a casarse con una mora, que a su vez va a convertirse al cristianismo.
Esa unión, además, muestra la continuidad de esa posición intermedia, ya que la única proyección a futuro es ese matrimonio. Lo que hay hacia atrás, como comienzo, es ese padre cristiano con tres hijos. Lo que hay hacia adelante es ese cruce. Se construyen discursivamente ambas instancias, tanto el pasado, en tanto relato referido, como el futuro, en tanto promesa o plan. Pero el pasaje de una instancia a la otra se da, y lo hace en relación con la identidad. Ya no puede pensarse a sí mismo desde esa imagen inicial, libre de toda contaminación, sino que solo puede proyectarse a partir de ese cruce. Al margen de que suceda o no ese matrimonio, la construcción que se hace del capitán como sujeto que proyecta ese futuro está presente.

Las armas y las letras: don Quijote y Ruiz Pérez de Viedma
Como señalamos desde el comienzo, el relato del capitán cautivo se inserta en un contexto en el que las nociones de realidad y ficción se mezclan de modo tal que se pone en duda la entidad de esta dicotomía. Muchos son los elementos que confluyen para dar como resultado este efecto. Tal vez uno de los más significativos, que merece una mención aparte, es la relación directa de este relato con otro de los discursos que se incluyen en esta obra: el discurso que enuncia don Quijote sobre las armas y las letras.
Lo primero que llama la atención es el modo en el que este discurso produce un corte en la expectativa por el relato de Rui Pérez. Se ubica exactamente entre la aparición de éste y Zoraida en la venta y el “discurso de su vida” (I, p.246) que don Fernando y luego los demás le pedirán que comparta. Y no es casual sino muy pertinente que el relato del capitán suceda directamente al discurso de don Quijote, ya que están sumamente vinculados entre sí.
La dicotomía de las armas y las letras, que el caballero trae a cuenta para inclinarse por la opción de las armas (“Quítenseme de adelante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen” I, p.242 ), es determinante para pensar el vínculo entre realidad y ficción, tanto para la obra en general como para el relato de Rui Pérez. En primer lugar, porque esta dicotomía entre armas y letras puede actualizarse en una dicotomía entre hechos y relatos, o bien entre realidad y ficción en términos más amplios. En segundo lugar, porque la historia de base, la de las aventuras de Alonso Quijano convertido en caballero, se estructuran en una disputa entre estas dos categorías. Don Quijote se cree caballero porque confunde, en primera instancia, realidad con ficción; pero también se construye a sí mismo como un caballero andante porque realiza una elección entre el mundo de las letras, de los discursos y los relatos, y el mundo de las armas y los hechos. La inclinación de don Quijote por las armas en su discurso, que deja conformes a todos y permite que se le adjudique cierta lucidez[11], no es distinta de esa primera inclinación, la que funda el relato, en la que ese lector se convierte en caballero y sale al mundo a vivir las aventuras que ya consumió en la literatura. La diferencia clave reside en que, lo que en un primer momento fue el símbolo de la mayor locura, se presenta ahora como discurso coherente, como momento de lucidez. Y no es casual que esto esté en boca de un loco, como se ha señalado, porque las nociones de realidad y fantasía se cruzan y se anulan constantemente en la obra, pero además porque esa misma elección en un contexto y otro tiene un significado diferente. El contexto del discurso de don Quijote es el del ingreso de un personaje con un fuerte anclaje en lo real (a pesar de que, como vimos, eso vaya matizándose), con lo cual la opción de las armas o las letras se lee como una reflexión actualizada, acorde a un presente que aparentemente estaba negado para un don Quijote que vivía en el pasado; por el contrario, la primera elección se lee como una dificultad por separar categorías y por distinguir qué es lo real. Los personajes lo aprueban en su discurso pero no observan que es la misma elección la que lo convierte en un loco o lo vuelve un hombre cuya palabra tiene valor.
Y en este sentido, es paradójico que salga a buscar la experiencia más “real” y solo pueda vincularse con el mundo a través de la fantasía en la que está sumergido. Porque lo que ocurre con don Quijote, en última instancia, más allá de que confunda realidad y ficción, es que ambas categorías se superponen, se contradicen y se modifican en su figura. No se trata solo de leer la ficción en clave de realidad de manera constante y sin restos, sino de demostrar con su misma experiencia que lo real y lo no real no son categorías tan fácilmente discernibles. Realidad y ficción se tocan, se chocan y se cruzan todo el tiempo, en distintos niveles intercalados y superpuestos, y es el mismo hombre el que vende todo para comprar libros que el que realiza un elogio de las armas, insertándose en una polémica contemporánea.
La figura del capitán, en este sentido, aparece en cierto modo como antítesis de la de don Quijote. Mientras que éste opta decididamente por las armas, y sabemos que lo hace efectivo, a su modo, con la decisión de convertirse en caballero y salir al mundo a enderezar tuertos, el capitán, que por su condición de militar, por la elección que en su momento hizo, debería quedar alineado también bajo ese polo de la dicotomía, queda recluido al ámbito de las letras. El capitán se inserta a sí mismo del lado de las armas, pero lo hace a través de un discurso: lo que tiene para dar es eso, un relato de su experiencia, y no como capitán sino como cautivo. Porque, como se indicó en un comienzo, es imposible ser al mismo tiempo capitán y cautivo, y en este caso prevalece la segunda noción.
Don Quijote sale a la aventura guiado por las ficciones que lee, y es entonces cuando choca contra la realidad: los conflictos ya no se resuelven entre caballeros andantes sino a través de guerras. Es significativo que el relato en el que se va a tematizar esa situación contemporánea, esa guerra en la frontera con el moro, sea el que está precedido (en realidad, cortado y atravesado) por el discurso de las armas y las letras. El capitán cautivo representa ese presente que choca contra la fábula en la que vive don Quijote. Dentro de su relato aparece la problemática de construir una figura individual en ese contexto, plasmada de algún modo en la dificultad para contarse que tiene Ruiz Pérez. Cuando deberían chocar tajantemente realidad y ficción, encarnadas en el capitán y don Quijote respectivamente, este último encarna un discurso completamente actualizado y el primero construye una ficción con su vida; es decir que realidad y ficción van a estar cruzándose constantemente, van a estar contaminándose una a la otra a lo largo de toda la obra. Y es interesante pensar cómo, en este momento en el que todo es una gran ficción, don Quijote se hace portavoz de las palabras más ancladas en lo contemporáneo y, por ende, en el plano de lo real..

Conclusiones provisorias
El presente trabajo no pretende agotar el análisis sobre los modos en que realidad y ficción se cruzan en esta obra, sino que se presenta como un esbozo de algunos de los niveles en los que estas categorías se vinculan. La dicotomía realidad-ficción está presente de manera constante en la totalidad de la obra, y es también a lo largo de los diferentes capítulos que da cuenta de la imposibilidad de establecer una distinción absoluta entre ambas. En este contexto, el relato del capitán cautivo se presenta como un momento particular de ingreso de lo real al texto y de comprobación de la insuficiencia de esta dicotomía, reforzado por el vínculo con un discurso central para pensar esta problemática como es el de las armas y las letras. Más allá del análisis en clave autobiográfica o en clave histórica que puede hacerse del pasaje de Rui Pérez, en él opera también esta problemática: qué es real y qué no lo es, y más aún, si es posible separar de manera terminante aquello que correspondería al mundo real de aquello que formaría parte del mundo de la ficción.

BIBLIOGRAFÍA

Cervantes, Miguel de. 1979, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Madrid, Espasa-Calpe.

Vila, Juan Diego. “Tráfico de higos, regalados garzones y contracultura: en torno a los silencios y mentiras del Capitán Cautivo”, en Alicia Villar Lecumberri (ed.) Actas del V Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, Lisboa, Asociación de Cervantistas, Tomo II, pp. 1833-1864.


[1] La historia del capitán es también la historia de su patria, en tanto se cuenta a sí mismo a partir de la experiencia de la guerra entre moros y cristianos que afecta a España en esos años. En su relato ingresan, como veremos, una serie de datos históricos intrínsecamente vinculados al relato de su vida, donde tal vez el más significativo sea la batalla de Lepanto, por ser una victoria tan celebrada para España. Quedará ver, entonces, de qué modo este hecho glorioso ingresa en el relato de un hombre que está construyendo discursivamente su identidad, que se está contando a sí mismo en el contexto de un regreso a la patria –en el que, por otra parte, debe buscarse una aceptación-, pero que ha vivido esta batalla desde el lugar de la otredad.
[2] Son dos, por lo menos, los factores que llevan a asociar este relato a la categoría de “lo más real”, dejando de lado la discusión alrededor de este término y entendiéndolo como aquello que forma parte de la vida de los hombres como hecho concreto: el primero es la ya mencionada inclusión de datos de la historia de España que remiten a un contexto muy próximo; el segundo, la posibilidad que ha visto la crítica de leer en el relato del cautivo la reformulación de elementos de la vida del autor, en especial de su cautiverio en Argel.
[3] Resulta significativa esta momentánea inversión en la que la ficción se asocia a todos excepto a don Quijote, quien por excelencia está colocado en las antípodas de lo real.
[4] Las citas corresponden a la edición de Espasa-Calpe, 1979.
[5] Son muchas las referencias en este sentido, pero puede tomarse, a modo de ejemplo significativo, el modo de referirse a él en los títulos de los capítulos XXXIX-XLI, en los que cuenta su historia: “Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos”, “Donde se prosigue la historia del cautivo” y “Donde todavía prosigue el cautivo su suceso”.
[6] Es interesante tener en cuenta, también, la elección de ese comienzo, que no solo es el inició habitual de una autobiografía sino que plantea, además del linaje, el tópico del padre y los tres hijos, recurrente en la tradición del cuento popular.
[7] “No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la cual si es agradable y peregrina júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua” (I, p.271) El subrayado es mío.
[8] Ver nota 7
[9] “Resulta extraño que un personaje que se define como militar silencie, casualmente, las estrategemas adoptadas en territorio enemigo para reunirse con los suyos, independientemente de que éstas no hubiesen dado sus frutos. Máxime, por otra parte, en un contexto narrativo en el cual Ruy Pérez puede prodigar detalles de acciones bélicas en las que no intervino y que no venían a cuento de su propia vida” (Vila)
[10] En relación a lo primero, podemos mencionar como ejemplo ese comienzo del relato con la mención de un linaje noble. En relación al segundo, las marcas que podrían vincularlo a la picaresca pueden ejemplificarse con la mención al paso de un amo a otro, significativa también por ese término, amo, tan ligado a este género, y por la narración de parte de su relato de cautiverio como una sucesión de penurias.
[11] “En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima, de ver que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta caballería” (I, p.246)